sábado, 12 de enero de 2008

III

Anoche soñé con el chico del café. Creo que él ni siquiera sabe que es el mismísimo chico del café. Tuve que intentar dos veces volver al café de la esquina antes de entrar definitivamente, cómo si alguien allí hubiese muerto y me asustase encontrar un fantasma, o peor aún, encontrármelo a él allí, siendo el chico del café, pero con otra. No sé si mi alma es demasiado sensible, o si estas cosas le suceden a todo aquel que está enamorado del amor, como dicen, pero uno de mis más lindos recuerdos es aquel día cuando me fue a buscar. Tenía pánico de que fuera un mero trámite, que sólo me entregase el encargo y se fuera. Y más aún, ni siquiera tenía la confianza suficiente de que llegaría, tal es mi estado de decepción permanente que, creo, prefería no esperar nada. No tenía caso, estaba demasiado angustiada y nerviosa, sentía que mi voz se quebraría en cualquier minuto, y simplemente, cuando me fue a buscar estaba a punto de llorar. Me dio un vuelco en el corazón cuando me dijo: ´¿Tienes tiempo? ¿Podemos ir a tomar un café?’ La verdad, aunque hubiese tenido una reunión con el Presidente, le hubiese dicho que sí, porque mi emoción era tal, que todo lo demás pasó a un último plano. Pues bien, mi rostro se iluminó y partimos al café. No era conveniente claro, ir al Amadeus, bien sabía yo, que todos aquellos que dicen trabajar mucho, salían a matar las horas a media mañana – y a media tarde también – teniendo como claro destino el Amadeus, y no era pues mi idea, ser el comidillo de aquéllos. Caminamos una cuadra más por el parque y llegamos al café de la esquina. Nos sentamos en un salón soleado, aunque vacío, y el pidió dos zumos de zanahoria con naranja, mi favorito. Yo aún no podía hablar dada mi conmoción; y sólo conseguí balbucear un ‘No’, cuando me preguntó si quería comer algo. La verdad es que no podía tragar nada, estaba tan nerviosa por su presencia y tan nerviosa por la razón de su presencia, que no lograba articular palabra. Él, en su mejor estilo, y mostrando aquel corazón de oro que yo creía conocer, hizo gala de su buen humor, de su delicadeza y cuidado, conociendo aquel estado desamparado en el que me encontraba, cómo sólo lo conocen quiénes lo han vivido. Se me hace un nudo en la garganta de sólo recordarlo ahora, ahora que tengo en mi mente la película, la historia completa. Pues bien, ya sabiendo él que yo no querría llorar, ni mucho menos consuelo – las razones las sabría él más tarde – optó entonces por el camino del divertimento, del contarme historias, del abrazarme o acariciarme el cabello mientras me contaba algo gracioso; y, al parecer, más se animaba cuándo el truco resultaba y a medida que yo esbozaba una sonrisa, más se esmeraba en hacerme reír, y en simplemente olvidar… ¿Olvidé contarles del dueño del café? Pues resultaba ser, ni más ni menos, que un compatriota, uno venido del lado del Atlántico; del otro lado de la cordillera, con sus medialunas, sus facturas y sus brioches…y por supuesto, sus tangos; aquellos por los que yo antes lloraba por otros y por los que ahora río y lloro, pero por mí. Y entonces, ya por magia, ya por casualidad, comenzaron a sonar en aquel salón soleado, los tangos esquivos de ese ayer mío, pero ahora, en una realidad paralela, que nada tenía que envidiarle a las historias truncadas que cuentan siempre los tangos, tristes, de ocho pasos, sin saltar…No bien vió mi cara, encendida por la sonrisa de niña que quiere jugar, se adelantó y movió sillas y mesas, creando una pista de baile blanca y brillante, ardida por el sol de la mañana. Bailamos a pasitos, un poquito a tirones ya por mis nervios, ya por los de él, y prometió ir a enseñarme esa noche. Yo, estando entre sus brazos, sabía que él era él, quien era capaz de darme esa y miles de alegrías a la luz del sol y de la luna, por siempre. Estaba encantada, y me sentía confiada como una niña, feliz con la seguridad de aquello que simplemente es. Pero, como el relámpago, como la luz maravillosa que nos ciega, duró sólo unos segundos, nunca me fue a enseñar a bailar; y a él, al menos a él, no le vi nunca más.
Sin embargo, a veces en la noche, sólo cuando estoy muy triste, me concentro para tener un sueño bonito; y sueño con el chico del café. Despierto un poco triste, pero al menos, al tenerlo entre mis sueños se qué algún día podré encontrarle; con otra cara, con otra ropa, pero podré reconocer siempre al verdadero, a mi chico del café.